La Crisis de 1929 marcó un punto de inflexión en la historia económica de América Latina. La región, que dependía fuertemente de la exportación de materias primas como café, azúcar, cobre y estaño hacia Estados Unidos y Europa, se vio gravemente afectada cuando estos mercados colapsaron.
El colapso del comercio internacional fue inmediato y devastador. Los precios de las principales materias primas latinoamericanas cayeron drásticamente: el café perdió más del 50% de su valor, el cobre se desplomó un 40%, y el azúcar sufrió caídas similares. Esta reducción en los precios, combinada con la menor demanda, significó una pérdida masiva de ingresos para los países de la región.
La crisis fiscal fue inevitable. Los países latinoamericanos vieron sus ingresos fiscales reducirse drásticamente, cayendo hasta un 60% en algunos casos. Esto dificultó enormemente el pago de la deuda externa, llevando a muchos países como Argentina, Brasil, Chile, México y Perú a declarar moratorias o suspender los pagos de su deuda. La situación fiscal se volvió insostenible.
El impacto social fue devastador. El desempleo se disparó, alcanzando niveles del 25% al 35% en diferentes países. Las fábricas cerraron, aumentó la pobreza y surgieron protestas sociales. Esta crisis social provocó una ola de inestabilidad política: golpes de estado en Argentina y Chile, la revolución en Brasil, y cambios de régimen en toda la región. Los gobiernos existentes no pudieron manejar la crisis.
Como respuesta a la crisis, América Latina adoptó la estrategia de Industrialización por Sustitución de Importaciones. Este nuevo modelo buscaba reemplazar las importaciones con producción nacional en sectores como textil, siderúrgica, química, alimentaria y automotriz. El Estado asumió un papel protagónico, implementando protección arancelaria, inversión pública y planificación económica. Esta transformación permitió diversificar las economías y reducir la dependencia externa, marcando el fin del modelo agroexportador.